Lecturas para estos tiempos …
“Pueyrredon y la epidemia en Cádiz”
Por Roberto L. Elissalde, en Gaceta Mercantil.com 05.04.2020
Este artículo es algo así como un homenaje al recordado amigo César García Belsunce, quien se ocupó largamente de la vida del general Juan Martín de Pueyrredon con valiosos aportes a lo largo de su fecunda carrera, desde los primeros trabajos en la revista Historia, dirigida por Raúl A. Molina, hace más de 60 años. Su desaparición fue sorpresiva a pesar de sus largos años porque César jamás abandonaba sus proyectos y estaba preparando una biografía de Pueyrredon que estaba a punto de finalizar.
Seguramente en ella se ocupó de muchos aspectos de la vida del general, quizás estos también, en ese caso los lectores tendrán en estos renglones una modesta aproximación a lo que habría sido su estudio, pero serán disculpables como reconocimiento a un maestro que, además, nos ofreció su generosa amistad.
Pueyrredon nació en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1776 en el hogar del bearnés Juan Martín de Pueyrredon y Labroucherie, que para entonces había obtenido la ciudadanía española, y de doña Rita Damasia Dogan y Soria, con viejo abolengo criollo por los Soria y nieta de irlandeses. El jefe de la familia se dedicaba al comercio en Buenos Aires y su hermano Diego, en Cádiz, a su fallecimiento en 1791, unos años después, con edad suficiente, fue enviado a la compañía de su tío Diego para aprender el comercio. Don Diego estaba con Marilou, como se comprende de la correspondencia familiar, y era padre de cuatro hijos: Rafael (que habría de morir en Buenos defendiendo la ciudad en agosto de 1806), Pedro, Dolores y Josefa. Al poco tiempo la simpatía entre el primo y Dolores se convirtió en un romance que duró los años que él estuvo en Cádiz, de donde retornaría brevemente a Buenos Aires en abril de 1802.
En agosto de 1800 la ciudad gaditana había sufrido una de las peores epidemias de fiebre amarilla. Se creía que el tráfico de esclavos había difundido la enfermedad, originaria de África, a los puertos que tocaban los buques que los transportaban. Uno de los síntomas característicos del terrible mal era el vómito de sangre, por lo que también se lo conocía como “vómito negro”. En el grupo familiar de los Pueyrredon el único inmune al flagelo fue el tío Diego, que atendió a todos. Para dar una idea de la gravedad del mal, desde el 15 de agosto y hasta fines de octubre de ese año afectó a 48.520 personas, de las cuales fallecieron 7.387. Apunta un documento al respecto: “Las banderas amarillas ondeaban sobre torres y miradores. El mal era apreciable: escalofríos, pulso frenético, calor, temperaturas muy elevadas, sequedad en la nariz, dolor fuerte en la espalda, cabeza y articulaciones, ictericia tanto en la piel como en los ojos y vómitos de sangre que debilitaban hasta la muerte. El período de incubación era de seis días y a partir del octavo, se producía la curación o la muerte”.
Juan Martín se repuso del mal y regresó a Buenos Aires para volver a Cádiz en busca de Dolores, para casarse y regresar a Buenos Aires, pero el temor a las epidemias y la falta de noticias le hacían escribir en febrero de 1803: “Creo que hasta mi Dolores está ya enferma, pues debía tener contestación a las que escribí… por el amor de Dios le suplico que trate de curármela antes que esta maldita epidemia tome cuerpo, y voy a persuadirme que esta enfermedad hace más estrago en Europa que en América y para alejar de V.M. este mal tan perjudicial a mi sosiego, pido continuamente a Dios en mis cortas oraciones los cure sin hacerles mucho daño”.
A qué se refiere con la enfermedad: a la angina gangrenosa y a la viruela que se sucedieron en Buenos Aires por esa época. La primera atacaba especialmente a los niños, presentándose con síntomas tan graves que sofocaban y ahogaban a los enfermos sin que nada pudieran hacer los médicos. Por otra parte la costumbre era enterrar a los muertos en las iglesias, donde el cadáver se colocaba sin ataúd, echándose tierra sobre él, la que luego se aplanaba con un pisón y se ponían encima algunos ladrillos que a veces se quitaban, siendo reemplazados por un pedazo de mármol. Esto le hizo escribir a Mariquita Sánchez, otra testigo de muchas epidemias, que “se puede considerar el olor que habría en estos templos y la indecencia de poner delante del altar, estas miserias”. Como vemos, no estaba previsto el mejoramiento de las condiciones sanitarias que requería el aumento demográfico en las colonias, aunque en Europa la medicina se perfeccionaba y ya en 1796 se había comenzado a utilizar con éxito la vacuna antivariólica en seres humanos.
La salubridad en Buenos Aires adolecía de graves deficiencias a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Faltaban suficientes médicos competentes como hábitos elementales de higiene. En los fondos de las casas donde se echaban los desechos humanos, con “miríadas de moscas”, diría años después el general Lucio V. Mansilla en sus memorias, se criaban animales domésticos cuyas suciedades se añadían a los cueros, grasas, sebos y carnes saladas en estado de putrefacción, atractivos para toda clase de insectos y alimañas. Si sumamos a esto la mala calidad del agua sacada del río y que el único agente higienizante era el viento “Pampero”, que soplaba de vez en cuando, no extrañará que la ciudad fuera castigada periódicamente por epidemias. Si la situación era complicada en épocas de bonanza, más lo era en esos momentos en que las largas y extensas sequías produjeron malas cosechas en los que murieron miles de animales.
El 26 de enero de 1803 ya se hablaba de un cementerio en las afueras de la ciudad. El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio señalaba que la causa era “el aire impuro de que se compone la atmósfera impregnada de tantas exhalaciones pútridas como despiden incesantemente los vivos, y más que todo las que despiden los muertos sepultados en los sagrados asilos donde asiste con frecuencia la piedad cristiana”, que son “la causa inmediata de las epidemias y las pestes que se ven no pocas veces afligidos los poblados, ésta es una de las causas que desvasta esta ciudad”. Pueyrredon partió para Cádiz, adonde llegó en octubre de 1803, pero para entonces en Málaga se había desatado “una peste violentísima y la inmediación nos hace estar llenos de temores”, según le escribió a su hermano Diego. Poco después se casó con Dolores y a comienzos de 1804 emprendió el regreso a Buenos Aires. Pero eso es otra historia y hubo otras enfermedades y epidemias que enfrentó don Juan Martín sobre las que volveremos en algún momento.
Roberto L. Elissalde es historiador; Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación y miembro del Consejo 2020-2022 de la Asociación Argentina de Estudios Irlandeses del Sur.